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SOCIEDAD
26 de septiembre de 2025
El órgano de Thomas Wadhouse medía 19 centímetros. Ya desde chico era toda una rareza en su pueblo natal de Inglaterra. Cómo se volcó a los shows de freaks
En el corazón de la Inglaterra rural del siglo XVIII, donde la niebla cubre los campos, un niño vino al mundo con un destino marcado por una singularidad anatómica imposible de ignorar. Thomas Wadhouse, a quien la posteridad recordaría como el “hombre más narigón del mundo”, trazó su camino bajo la mirada de un pueblo que veía en su rostro una combinación de fascinación y espanto. Una nariz de casi veinte centímetros como única herencia y una vida devorada por la mirada ajena.
No fue la inteligencia ni el talento, mucho menos el linaje o la fortuna, lo que inscribió el nombre de Thomas Wadhouse en el imaginario colectivo. Fue ese desmesurado apéndice de 19 centímetros, lo que lo haría llegar a las pistas de los circos.
Thomas nació en Yorkshire, al norte de Inglaterra. Ya desde niño fue objeto de leyendas, burlas y hasta de inspecciones médicas. Los cronistas ambulantes de los mercados lo describieron como “un infeliz artista, cuyos méritos personales habrían permanecido en la oscuridad de no haber sido por esa monstruosa característica facial”. En tiempos en que la diferencia era espectáculo, el cuerpo de Thomas se volvió su condena y su fuente de sustento.
Una infancia de rarezas y silencios
Wadhouse creció en una Inglaterra de fábricas que exhalaban hollín, aldeas que se resistían a la modernidad, familias que sobrevivían entre cosechas escasas y supersticiones férreas.
En las plazas de mercado, los que lo observaban murmuraban que ese niño llevaba un castigo divino. Lo cierto es que desde temprana edad su inmenso apéndice nasal acaparó atenciones que ningún niño desearía. Nadie se acercaba a pedirle que formara parte de los juegos, y las madres lo miraban de reojo, con ese instinto de proteger a los propios de lo que no pueden comprender.
“—No te acerques a ese chico —decían las mujeres a sus hijos—. Dios sabe de qué es capaz un cuerpo distorsionado así”. Thomas permanecía en silencio entonces, con la cabeza gacha intentando ocultar el perfil.
Cuentan que su madre se resignó pronto. Su padre, un jornalero endurecido, rara vez dirigía palabra al muchacho; trabajaba de sol a sol, convencido de que poco podía hacer contra la voluntad misteriosa que decide la forma de las criaturas.
El cuerpo como espectáculo: de la vergüenza al circo
La Inglaterra del tardío siglo XVIII y los albores del XIX era territorio fértil para el florecimiento de los espectáculos de rarezas. Los llamados “freak shows” recorrían ferias y plazas, cortinas de terciopelo detrás de las cuales se exhibían hombres elefante, mujeres de barbas imposibles, siameses, albinos y enanos. La diferencia, el dolor y la monstruosidad eran capitales; la desgracia, una mercancía lista para venderse por unas monedas.
Thomas Wadhouse —rebautizado a veces como “Wedders” en los panfletos publicitarios— encontró en esos escenarios el único espacio posible de pertenencia y subsistencia. Pronto aprendió que sólo mostrándose podía aspirar a algo más que la lástima de los desconocidos.
En una de aquellas noches de feria, en medio de estandartes coloridos y pregoneros que anunciaban “el prodigio nasal nunca antes visto”, un empresario se le acercó entre bastidores, mientras Thomas intentaba mojarse el rostro con agua fría para combatir el bochorno:
—No tienes nada que perder —le dijo aquel hombre de mirada sagaz—. La gente pagará para verte y reírse, sí, pero eso al menos pondrá pan en tu mesa.
—¿Y si se ríen demasiado? —musitó Thomas, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—Que cuenten las monedas, no las carcajadas. Eso te hará libre.