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HISTORIA

8 de octubre de 2022

No se corren muebles de noche

En la casa de mi abuela estaba prohibido correr muebles de noche.

Se lo oí decir una noche en que la pelota de tenis con la que jugaba la perra se metió debajo de un aparador y no había otra manera de sacarla que moviendo el armatoste hacia adelante. Era una tarea sencilla que se podría haber resuelto en pocos minutos, pero mi abuela nos frenó en seco. No se mueven los muebles de noche, dijo, atrae la muerte. Y cortaba el halo de misterio que quedaba colgando en el aire trayendo otra pelotita de esas verdes para que sigamos jugando con la perra. Mi mamá me explicó, tiempo después y sin recordar cómo surgió la conversación, que la superstición de la abuela se remontaba a los velorios antiguos. A sus velorios, en realidad: a los que había asistido, los que le había tocado preparar. Su madre, su padre, su hermana Angelita, su cuñado Alberto, su otro cuñado Bernardo, en aquellos tiempos en donde no existían las salas velatorias y las mujeres se las ingeniaban para meter un ataúd en el living, si tenías la suerte de tener una casa con living. Y ahí se sacaba la mesa, los aparadores iban a la pieza, las macetas al patio. Solo quedaban las sillas para las acompañantes y alguna luz cálida que le daba un tono lúgubre a la ceremonia, si es que se puede hacer más lúgubre un lugar con un cajón y un muerto. Por eso creo que mi abuela estaría orgullosa de este velorio, en una sala específicamente acondicionada para recibir muertos y no en el lugar donde se toma la sopa todos los días. Acá los sillones son cómodos, se lo oí comentar bajito a la tía Chachi que tenía poco tacto para los momentos. La gente en los velorios sigue sosteniendo la costumbre de hablar bajito como si el muerto en realidad estuviese dormido. Si, lo sé, la cosa tiene que ver con el respeto y blabla. Yo sé que mis padres están tristes, los veo llorar desconsolados y quiero abrazarlos. Creo que pensaron, como todos los padres, que yo los enterraría a ellos, no ellos a mí. Pero les gané de mano. El lugar es muy bonito y cálido. A las velas que hubiese prendido mi abuela en su living las reemplazaron con unas que en vez de tener llamas tienen foquitos led. No están mal. Cada tanto un mozo muy atento ofrece café a quienes lloran adentro. El grupo de fumadores, afuera, se da el lujo de elevar la voz y cada tanto alguien los chista. Debería ponerme contento que la gente me llore, pero me pone mal ver gente llorar. Están mis primos que viajaron desde lejos hasta el pueblo y que los veo tan tristes como yo si la situación fuese a la inversa. Veo a vecinos, maestros que no me querían, familiares que alguna vez oí nombrar pero que no reconocería en la calle. Mirá, el Chapita Ramírez, cuánto hace que no lo veía. ¿De la secundaria? No, no fuimos juntos a la secundaria, fuimos a la primaria pero después nos empezamos a ver más seguido en la adolescencia. ¿Era así? No me acuerdo, pero también quiero abrazar al Chapa. Me pone contento verlo. Hay otra gente no conozco, pero entiendo que vienen a acompañar a mis padres, a mi hermano, a mi novia. Mi novia llora un montón. A ella también me le adelanté: aseguraba que se iba a morir primero por fumadora. Y mirá. Su miedo era que en su velorio yo no la llore, porque nunca me vio llorar. Y yo le decía que no se preocupe de antemano, que total no se iba a enterar. Y ahora pienso que qué suerte que me morí primero. En vida pensé mucho en la muerte. No tanto como miedo, más bien como curiosidad. El querer saber qué se sentiría es algo que me puede. Durante un tiempo pensé que estaba destinado a morir de un infarto, porque estuve un par de semanas con una molestia en la zona del pectoral izquierdo. Hasta fui a un médico que sin revisarme me dijo que si me dolía esa zona estire mejor después de hacer ejercicio, pero que no había ninguna chance de que ese dolor signifique algún tipo lesión en mis arterias coronarias. Tenía razón. Yo tenía veintidós años. Después supuse que estaba destinado a morir de melanoma. No cualquier cáncer, cáncer de piel. Un lunar gigante en la frente, pecas en la espalda, una piel que se marca de nada. La historia de un tío de mi abuelo que había tenido, y que cada tanto se recordaba en la sobremesa del domingo acrecentaban la sospecha. Pero las dos visitas anuales al dermatólogo fueron despejando cualquier inquietud al respecto. Después de eso tuve un período sin sospechas acerca de qué me iba a morir. Cada tanto el pensamiento me atormentaba viajando en la ruta, pero trataba de esquivarlo rápido. O mientras caminaba de madrugada en las calles del Pichincha oscuro y reflexionaba sobre posibles escenarios en los que me asaltaban con un arma de fuego y me preguntaba qué se debe sentir que te peguen un tiro: ocho gramos de plomo viajando a trescientos sesenta metros por segundo y atravesándote, no sé, una pierna. ¿En qué otros componentes se desagrega ese dolor? ¿Ardor? ¿Picazón? ¿Frío? Lo más curioso de todo es que no me acuerdo. Haberle dedicado tanto tiempo a pensar cómo me iba a morir y no acordarme. Que de pronto estás hablando por teléfono, preparándote para el cumpleaños de un compañero del trabajo, mirando la quinta temporada de The Office y ¡zas! Te despertás en tu propio velorio. Una decepción. Todavía no me acerqué demasiado al cajón pero es distinto a verse en un espejo. Hay algo que me devuelve una imagen de mí pero que no se mueve, que está acostado perfectamente, todo arregladito, levemente maquillado, la boca cerrada, el traje que me había comprado para el casamiento del Ruso y que apenas llegué a usar un par de veces. No se parece en nada a yo durmiendo, todo despatarrado, con la boca abierta, roncando a diestra y siniestra. También me vi un poco más avejentado de lo que me recordaba. Un poco más pálido, más canoso, que en realidad es una manera elegante de decir menos vivo. A un costado del cajón está lleno de coronas de flores y al otro un Jesús crucificado de un metro y medio. No sé si lo hubiese elegido pero no me molesta. Sí me incomoda que a alguien le haya parecido una buena idea poner una camiseta del Deportivo arriba del cajón, hasta en mi velorio me hacen acordar de esos muertos. Me alegra que no haya nadie forzado a vestirse de negro. Pienso en lo que se vendrá, la parte que más me gusta de todos los velorios. La procesión hasta el cementerio. Mis abuelos están juntos en un panteón en la zona sur del cementerio que ya es mucho decir. Por ahí cerca sé que descansa una pareja amiga de la familia que recuerdo con cariño. No estaría mal esa vecindad. No me gustaría estar en el sector oeste. La última vez que fui daba miedo pasar por ahí. Estaba abandonado, las lápidas rotas, y muy pocas tumbas tenían placas. ¿Será por eso que nadie les deja flores? Ya tendré tiempo a investigar. Lo que me preocupa ahora es algo que nunca me pregunté: ¿Quiénes cargarán mi cajón? Por Ignacio Cagliero.... 📻Seguinos de lunes a viernes de 9 a 13 hs por FM GUALAMBA 93.7 MHZ y a través de la página web www.fmgualamba.com.ar 🗣(Compartí con nosotros tus comentarios, denuncias, fotos y videos al WhatsApp 3624100411). Seguinos y enterate de toda la actualidad en www.alertaurbana.com.ar

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