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SOCIEDAD

20 de noviembre de 2021

Viajó en un vuelo humanitario piloteado por Enrique Piñeyro y cuenta la crisis de los migrantes en Mozambique

Crónica de un vuelo con 33 toneladas de alimentos para cooperar en origen y visibilizar el conflicto.

En el preciso momento en que el mundo atiende lo que sucede en Afganistán con el régimen talibán y miles de personas que quieren salir del país, volamos hasta un lugar de África –el continente con mayor número de refugiados y desplazados en el extranjero– donde los ciudadanos también ven en la migración su escape de los milicianos islamistas. Aunque ya son casi 800.000 los desplazados internos, todavía en los medios no se habla de Mozambique. Un Boeing 787 de Solidaire –la ONG que brinda apoyo aéreo a fundaciones, emergencias humanitarias y causas antisistema– aterriza en Nacala, comandado por su presidente, el piloto y activista Enrique Piñeyro. “Fue difícil llegar hasta acá”. Y no lo dice por las más de ocho horas de vuelo en una ruta en la que atravesamos Algeria, Nigeria, Chad, Sudán y alucinamos con el Sahara desde el cielo. “Los lugares que tienen desplazados son reacios a aceptar que necesitan ayuda. Hay reticencia, lo ven como una afrenta, cuando es una colaboración”.

Llegamos a Mozambique un día antes de que la UE enviara su misión militar para combatir el yihadismo.

Son las 3 de la madrugada. Se despierta el movimiento de un aeropuerto secundario que parecía no tener tráfico en meses. “Era una boca de lobo, teníamos la tormenta ahí. En la aproximación, hasta que vimos las luces de pista, estábamos muy cerca. Era un desierto, éramos el único avión. Dentro de todo tenía la pista y sus luces andaban, así que listo”, resume Piñeyro el aterrizaje. Luego, para regresar, tendríamos que esperar cinco horas para cargar combustible. Y dos para que llegara el primer camión para cargar las 33 toneladas de alimentos.

Entre la tripulación y los pasajeros somos un grupo de seis argentinos, un holandés y tres españoles, uno de ellos es un fotógrafo especialista en zonas de conflicto. A pesar de que afuera la temperatura es cálida, nos abrigamos antes de abrir las puertas del avión para cubrirnos de las picaduras de mosquitos, que pueden transmitir la malaria. También nos ponemos repelente, y el tapabocas. Revisan nuestros pasaportes y nos hacen esperar para sellarnos el ingreso al país, a pesar de que no hay nadie más en migraciones. Nos miran como si estuviéramos locos: será porque no llegan muchos cooperantes internacionales y porque cada vez es más peligroso venir.

La región vecina de Cabo Delgado, habitada principalmente por los grupos étnicos Maconde, Macua y Mwani, y con predominio musulmán, en cuatro años ha pasado de ser un destino paradisíaco del Índico a una zona atemorizada por ataques terroristas que han causado el desplazamiento de 730.000 personas. Tres cuartas partes de los desplazados a las regiones limítrofes son mujeres y niños, que en muchos casos no tienen refugio o se encuentran indocumentados y luchan a diario por subsistir. En estos últimos años, la violencia yihadista les ha costado la vida a más de 2.800 personas en Mozambique.

Estar aquí para ayudar implica arriesgarse, bajo amenaza de los ataques armados, secuestros y decapitaciones que sufren los civiles por parte de grupos extremistas. Mucho más desde 2020, cuando el número de ataques se triplicó. Una de las mayores ofensivas fue en agosto, cuando militantes islamistas tomaron la ciudad portuaria de Mocimboa da Praia, también en la provincia de Cabo Delgado, en una acción reivindicada por el Estado Islámico que dejó decenas de muertos y que continuó por otras localidades. Y, este año, la escalada de violencia sigue: los yihadistas luchan por tomar el control de zonas estratégicas para ampliar su poder. Entre los últimos ataques del Estado Islámico en África Central (ISCA) figura el ejecutado en marzo contra la ciudad de Palma, que desencadenó más enfrentamientos, desplazados y muertos.

Durante el traslado –que dura años–, los derechos de los migrantes se vulneran sistemáticamente. “Si lo hubiera sabido, nunca hubiera hecho el viaje” es la frase más escuchada por los rescatistas de Open Arms.

Llegamos a Mozambique un día antes de que la Unión Europea enviara su misión militar para combatir el yihadismo en el norte del país, entrenar y apoyar a la armada mozambiqueña en la protección de la población. Es domingo 11 de julio y la paz está lejos. En las últimas semanas, los ataques han obligado a huir a otras 60.000 personas. El 43% son niños, de los cuales 300 se han desplazado sin el acompañamiento de un adulto.

“Llegan corriendo de la guerra, sin nada, para recomenzar. Pasan mucha hambre en el bosque cuando huyen y en la ciudad que los acoge cuando llegan, porque ya es una población necesitada. Con el aumento de personas, también aumenta la pobreza”, me cuenta en portugués la misionera Verónica sobre el traslado que realizan los desplazados para huir del terrorismo desde la provincia de Cabo Delgado hacia la de Nampula, donde ella reside. Hace cuatro años que la brasileña abandonó su Curitiba natal para mudarse a Mozambique y asistir en Cáritas. Hoy es la encargada de recibir, gestionar y distribuir –según la cantidad de miembros que tenga cada familia desplazada– las 33 toneladas de legumbres, conservas de pescado, arroz y aceite de girasol que trajimos en este vuelo de Solidaire desde Barcelona.

Insurgencia islamita en el país de las playas eternas
La República de Mozambique, el gran desconocido del sureste de África, tiene kilómetros de arenales salvajes y algunas de las playas vírgenes más lindas del océano Índico. Fue colonizada por Portugal en 1505 (aunque su idioma oficial es el portugués, no es el más hablado) y fue en 1975 que consiguió la independencia para ser el escenario de una guerra civil que duró desde 1977 hasta 1992 y dejó dos millones de minas terrestres activas.

Frente a la costa de Cabo Delgado, tierra de origen de los desplazados, se extiende el archipiélago de Quirimbas, unas islas de coral de una belleza natural impactante. Sin embargo, el desarrollo turístico no ha llegado. Ya no se recomienda viajar hasta aquí. Los locales solo piensan en una cosa: irse, para evadir el riesgo de muerte.


En el traslado al hotel, lo que veo desde la ventanilla son calles de tierra y viviendas precarias salpicadas con los colores vibrantes de los atuendos locales: algunos están vestidos a la occidental, otros llevan trajes típicos. La mayoría se desplaza caminando –pasan algunas motos– y carga en sus cabezas lo que acaba de buscar en el bosque. Las mujeres de las zonas rurales mantienen su vestido largo y el turbante. La rica mezcla de culturas tribales se refleja en sus telas estampadas. El conjunto excepcional de costumbres, danza, música y paisajes había despertado una ola de turismo esperanzadora. Pero hoy, la población está en medio de las cada vez más cruentas confrontaciones entre los fundamentalistas y el ejército de Mozambique. La provincia de Cabo Delgado atraviesa una tragedia humanitaria sin precedentes, a merced de los yihadistas de Al Shabab, que no estaría vinculado con el grupo del mismo nombre que opera en Somalia, pero que sí está ligado a Al Qaeda.

El grupo que opera en esta provincia surgió en 2014 con unos jóvenes radicalizados que exhibían armas blancas como símbolo de la yihad. Según investigadores del Instituto de Estudos Sociais e Económicos, habrían estado en contacto con células fundamentalistas de Tanzania, Kenia y Somalia. Sus miembros se enfrentaron a los líderes islámicos tradicionales de Cabo Delgado, a los que consideraron infieles. Se organizaron militarmente y, de forma similar a lo que ocurrió en Nigeria, pasaron de secta religiosa a organización armada. Los datos del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Regufiados) revelan que, desde 2004, más de 27.000 personas han muerto en manos de Boko Haram en Nigeria. En 2018 arrasaron las casas de miles de personas que tuvieron que desplazarse. Esto es precisamente lo que está pasando en Cabo Delgado, donde un tercio de la población de la provincia ha tenido que abandonar sus hogares y soportar un viaje duro hasta un lugar seguro. En esta zona de Mozambique, desde 2017, la población padece continuos ataques indiscriminados por parte de grupos armados afiliados al Estado Islámico, que arrasan las aldeas, torturan, violan y asesinan.

Continentes de origen del mayor número de refugiados y desplazados en el extranjero. África subsahariana: 6.585.000 personas. América: 4.615.000. Asia y Pacífico: 4.016.000. Europa: 6.777.000. Medio Oriente y Norte de África: 2. 509.000. Total: 24.500.000 personas. Esa cifra incluye también a 3.856.000 venezolanos desplazados en el extranjero.

La guerra civil se hace eterna. Por ende, la inseguridad. “Desconocemos los motivos de esta guerra. Sabemos que hay especulaciones, intereses políticos y económicos. Es preciso declarar que esta guerra existe, que están matando a mucha gente, cosa que el gobierno no hace. Es preciso una presencia internacional para analizar el conflicto. Entender la raíz y los intereses para poder resolverlo. Para detener a las personas que están haciendo tanto mal en esa región”, expresa Verónica. La prensa internacional también lo describe como un conflicto sin líder conocido ni reivindicaciones concretas, sobre cuya naturaleza todavía se discute.

Se trata de una región rica en piedras preciosas y yacimientos de gas natural que tiene el potencial para ser su exportador mundial, aunque hoy la explotación de los recursos naturales está, en gran parte, en manos de multinacionales. En medio de las denuncias por la marginación de numerosas comunidades que no perciben los beneficios de los proyectos de explotación petrolífera, esta es una de las causas a las que se atribuye la creciente capacidad de captación por parte del Estado Islámico en África Central, que también opera en República Democrática del Congo y ha reconocido la autoría de numerosos ataques en los últimos meses en la provincia.

Por su parte, Pemba, una ciudad histórica situada en la bahía con el mismo nombre, constituye también un centro turístico. Hasta aquí llegaron en abril 8000 desplazados que sobrevivieron a una de las ofensivas más terribles en Palma y migraron por mar y por campo. A raíz de esta insurgencia cuya autoría ha reclamado el grupo terrorista Estado Islámico (ISIS), el Programa Mundial de Alimentos suspendió las acciones en la zona, al igual que la empresa francesa Total, que adelantaba grandes proyectos de explotación de gas con una inversión prevista en €20.000 millones. La presencia internacional es escasa, la ayuda también.

Desde 2004, más de 27.000 personas murieron en manos del grupo terrorista Boko Haram en Nigeria.

Por ello, la hermana Verónica recorre el caluroso aeropuerto de Nacala con entusiasmo. “Estamos felices porque conocemos las urgencias. Registramos a cada persona que llega y, semanalmente, visitamos los diferentes núcleos. Sabemos el sufrimiento de las personas que vienen de la guerra, que traen en su memoria imágenes trágicas, personas que vieron morir a sus seres queridos delante de ellos. Otras vieron cómo destruían sus hogares y sus huertos, las plantaciones que tienen para comer, porque la población vive básicamente de la agricultura. Encima, este año hubo poca lluvia y el producto que cosecharon es muy poco. La situación es dramática. Necesitamos mucha ayuda”.

Según la oficina de la ONU para los Refugiados, la situación en la región de Cabo Delgado es crítica y se ve agravada por la pobreza crónica, las crisis climáticas consecutivas y los brotes recurrentes de enfermedades, incluido el covid-19. Con un total de 2,3 millones de dosis administradas y 654.000 personas que han recibido la vacuna completa, en un país que supera los 30 millones de habitantes, esta cifra supone solo el 2,2 % de sus habitantes.

Además, Mozambique aún se recupera de los dos devastadores ciclones que tuvieron lugar en 2019 y atraviesa una situación sanitaria muy difícil, agravada por la pandemia, que ha dejado sin medios de vida a gran parte de la población.

Desde la génesis
En esta misión humanitaria también participa Open Arms. Fundada por el rescatista Òscar Camps de Barcelona, el activismo de esta organización que salva migrantes en el mar comenzó en el Egeo: a finales de 2015 y durante los primeros meses de 2016, Lesbos y otras islas griegas fueron la principal vía de entrada de los más de 900.000 refugiados que llegaron a Europa. Tras compartir tanto tiempo a bordo con los migrantes, afirman que la tortura, la extorsión y hasta la muerte son situaciones habituales durante la travesía. “Si lo hubiera sabido, nunca hubiera emprendido el viaje”, se cansan de escuchar de la boca y las lágrimas de aquellos que se lanzan al agua como última salida, porque durante el traslado –que a menudo dura años– sus derechos se vulneran sistemáticamente.

La presencia en el terreno es fundamental. Desde Solidaire y Open Arms saben que no pueden detener guerras, pero sí actuar en los países donde se inicia la migración irregular para amenizar las condiciones de vida y desmotivar los desplazamientos. Los objetivos son informar y formar en origen. Explicar las condiciones verdaderas y los peligros del traslado. Desmitificar a Europa como tierra prometida. Ayudar en su desarrollo local y empoderar a las comunidades de origen para construir alternativas reales.


El trabajo de campo en Nampula también implica ayudarlos a construir sus viviendas. El padre Orlando dirige la actividad de Cáritas en el centro de reasentamiento: “Los desplazados de guerra comenzaron a llegar en abril del año pasado. El problema es que no caben todos, por lo que tienen que ser reubicados en diferentes localidades. Además, no llevan nada prácticamente, ni ropa. Huyen de la guerra a pie hasta un lugar donde pueden conseguir un transporte. Llegan con hambre: en primer lugar, necesitan alimentarse para continuar viviendo”. Aunque no hay recursos suficientes, están coordinando la construcción de casas. “Con esta actividad logramos que tengan casas transitorias. Nosotros movilizamos el material; allí tenemos carpinteros, pero hace falta ir al mato, alquilar un camión, buscar bambú, hacer barrotes. Hoy viven en carpas que se arruinan en seis meses, en cambio estas casas temporales pueden durar 10 o 15 años. Cuando estaban en Pemba tenían este tipo de casa tradicional, no de cemento. Acomodan de cinco a siete personas, viven en familia”, detalla Orlando. La protección de estos desplazados internos puede impedir que luego se lancen a la ruta más peligrosa: la subsahariana. Una vez que cruzan el desierto, se la juegan en el mar para llegar a Europa.

El campamento de Montepuez
La portuguesa Margarida Loureiro, jefa de la oficina de ACNUR en esta zona de África oriental, llegó a Pemba en enero de 2020. Ya había vivido en África: fue Protection Officer y External Relations Officer en Angola en 2017 y 2018. Conduce un equipo de 30 personas y se mueve desde la capital de Cabo Delgado al campamento de Montepuez para ayudar a reconstruir la comunidad en el nuevo entorno. Los 200 kilómetros que separan la capital de los asentamientos suponen un viaje peligroso. La prohibición de trasladarse de noche por seguridad la hace salir al amanecer para tener tiempo de recorrer el distrito que acoge a 67.000 desplazados. Observar y escuchar. Empatizar. Hablar con la población y conocer sus necesidades, y sus historias, de primera mano.

Adela Santo Samaki, que a sus 70 años no puede caminar sin asistencia y utiliza una caña de bambú como bastón, escapó de la violencia del distrito de Muidumbe con su familia. Encontraron refugio en Nicuapa, en el asentamiento de personas desplazadas de Montepuez. Hoy necesita alimentos, herramientas para la agricultura, semillas y educación para los nietos.

A Teresa le llevó un mes caminar hasta el campamento, luego de cruzar el bosque sin alimento por semanas. A sus 82 años resistió y pudo escapar de los atentados de Mocimboa da Praia para encontrar asilo también en Montepuez. De la misma localidad es Omar Mahindra, 46 años, carpintero. Huyó junto a su mujer, hijos y nietos, actualmente instalados en Nicuapa. A pesar de sus problemas auditivos, Omar está activo y trabajando con la guía de su hijo Massesi, de 26 años, en la producción de muebles para los desplazados y la comunidad.

Los cinco países receptores del mayor número de refugiados, a fines del 2020. Turquía: 3,7 millones de personas; Colombia: 1,7 millones; Pakistán: 1,4 millones; Uganda: 1,4 millones; Alemania: 1,2 millones. El 86% de los desplazados forzados en el extranjero se encuentran en países en desarrollo.

“Quiero regresar algún día, solo cuando sea seguro. Aquí ya he construido una casa para mi abuela y mis hermanas, ahora estoy armando una para mí. Pudimos plantar trigo, frijoles y maní. Aún no es momento de cosechar, pero si todo sale bien, en breve, tendremos buenos resultados”, expresa Mamadi, 36 años.

“En Cabo Delgado, la mayoría de la población habla Makuhwa, Makonde, Mwani o portugués, depende del área de origen. Para comunicarme con las familias desplazadas, suelo trabajar con un intérprete que me asiste en la traducción de las lenguas locales. Cuando es posible, hablo directamente con ellos en portugués”, me especifica Martim Empis Gray Pereira, Associate Reporting Officer de ACNUR en la Field Office Pemba.

“Como la gente corría por todos lados y en distintas direcciones, y tiraba frutas y verduras al piso para tratar de escapar, primero pensé que había explotado una bomba en el mercado”, explicó Bakar, de 13 años. “Esta gente malvada persigue y recluta niños y jóvenes sanos para involucrarlos en actividades ilícitas”. No pudo volver con su familia en medio del caos, así que se unió a la multitud que huía de la aldea y emprendía un viaje peligroso de cientos de kilómetros hacia Montepuez, la segunda ciudad más grande en la provincia de Cabo Delgado.

Los peligros de la migración forzosa

“Aquí donde estamos, por ejemplo, hay casi 800.000 personas desplazadas de su hábitat natural y de su sustento económico. Generalmente, en un primer momento buscarán cobijo cerca, pero si no encuentran la solución pensarán en irse más lejos”, me explica Josep, médico y empresario barcelonés que colabora con varias causas de emprendedores sociales como Òscar Camps. Precisamente, ACNUR acaba de realizar un llamamiento para que la vecina Tanzania acoja a los mozambiqueños que escapan de la violencia, ya que 2500 de ellos han sido devueltos a su país de origen este mayo. “Este tipo de operaciones complejas las hacemos en equipo. Creo que los grandes temas de la humanidad hay que resolverlos entre gobierno, empresas y ONG, en un mix de contenido y aportación”. En esta línea, Barcelona –donde Open Arms tiene su sede y ancla su barco de rescate– siempre ha sido un referente, punta de lanza en temas sociales e iniciativas civiles para abordar asuntos complejos, con mucho movimiento asociativo.

Las cifras de Open Arms indican que al menos 33.293 personas se han ahogado desde 1993 en el Mediterráneo. Las estadísticas demuestran la temible situación: una de cada 18 personas que se arriesgan a cruzar muere en el mar. Más del 90% de los migrantes han sufrido violencia sexual, física y/o psicológica en el viaje: las mafias monopolizan el camino y el traslado, arruinando a familias enteras. Menos del 25% de las solicitudes de asilo en España son aceptadas. ¿El resultado? Miles de personas viven en situación irregular con serias secuelas físicas y psicológicas. Migrar es un derecho fundamental, pero esa decisión debe tomarse en libertad.

Según Agni Castro Pita, doctor en Geografía Humana por la Universidad de la Sorbona, que fue representante de ACNUR en Argentina, Colombia, Costa Rica, España y Brasil, las tendencias globales sobre personas que han sido forzadas a desplazarse en las diversas latitudes que el ACNUR acaba de publicar son desgarradoras. A finales de 2020 había en el mundo 82,4 millones de víctimas del desplazamiento forzado. Este total incluye 26,4 millones de refugiados que han huido de sus países porque su vida, su seguridad, su integridad, su libertad estaban en peligro. Para fines de 2020 había 48 millones de desplazados internos, personas que han escapado de sus comunidades por las mismas razones, pero que han permanecido dentro de sus fronteras nacionales. Y había 4,1 millones de solicitantes de asilo, cuya solicitud está en trámite. También 4,2 millones de apátridas en 94 países, es decir, personas que ningún Estado –sobre la base de su legislación– considera como nacionales. Se vuelven invisibles para el sistema. Tal como describe en su columna para el Día del Refugiado (20 de junio) en el periódico nacional El Universo, de su natal Ecuador, “esta radiografía del horror habla de millones de vidas desestructuradas, de destinos rotos. De ellos, alrededor del 42% son menores de 18 años”.

 

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