Martes
7 de Enero de 2025
5 de enero de 2025
Terminó la semana pasada una “política de estado” de décadas que buscaba ocultar a los consumidores el verdadero costo del Estado. Esta suerte de “blanqueo al revés” podría servirle al Presidente como el arma más potente en su “batalla cultural”.
El “papelito” que obtiene todo consumidor cuando hace una compra -en blanco- empezará a desnudar una cruel realidad: en la Argentina, por ejemplo, el 48 por ciento del precio de una lata de gaseosa no lo reciben ni el comerciante ni el fabricante, sino el Estado, entre gobierno nacional, provincial y municipal. En el caso de un alimento, el 40 por ciento son impuestos indirectos sobre el producto: para que los argentinos puedan comer, deben dejarle buena parte de sus ingresos al Estado.
A excepción del aire que respiramos los argentinos, cerca de la mitad de lo que pagamos se lo lleva el Estado. Y si se tienen en cuenta impuestos que pesan directamente sobre los productores y comerciantes, como las cargas sociales o las ganancias de las empresas, costos de habilitaciones, permisos y otros inventos de los municipios, queda claro que el Estado se lleva la mayor parte de todo lo que producen y compran los argentinos. Desde ahora, de a poco, los argentinos irán viendo el IVA y los llamados impuestos nacionales indirectos sobre los productos que compran revelados día a día en los tickets que reciban en los comercios.
Para entender el significado enorme de este pequeño paso: es como un “blanqueo al revés”. Esta vez no serán los contribuyentes los que confiesen al fisco cuántos dólares ahorraron en el “colchón” y no habían declarado, sino que ahora el gobierno expondrá ante los consumidores algo que desde hace medio siglo buscaba ocultar: con cuánto se queda de cada pago que hacen los argentinos.
Aunque parezca insólito, hasta la semana pasada la ley lo prohibía expresamente: solo las empresas tenían derecho a reclamar un ticket con los impuestos discriminados. Para el “común de los mortales”, debía ser un oscuro misterio cómo se componía el precio de las cosas que compraban. El estado debía parecer una especie de “duende” que repartía generosamente dinero que no se debía saber de dónde salía.
La furia de los consumidores debía orientarse exclusivamente sobre los empresarios y los comerciantes y no sobre el gobierno: una genial estrategia de lavado de cerebro.