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HISTORIA

21 de febrero de 2020

William James Sidis: la triste vida del hombre más inteligente de la historia

Tenía 300 de coeficiente intelectual. Hablaba cerca de 40 idiomas y completó 7 carreras universitarias. Pero a la hora del amor, era un completo ignorante

Mozart componía sonatas a la edad de cinco años. Cuando Picasso tenía ocho, su padre, que también era pintor, le regaló su paleta y sus pinceles: no podría competir con ese hijo. Bobby Fischer jugaba un alto nivel de ajedrez a los seis años y a los quince batió un récord al convertirse en Gran Maestro. A los cinco años, William Rowan Hamilton hablaba con fluidez inglés, latín, hebreo y griego. “Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”, dice Truman Capote en el famoso prefacio de Música para camaleones. Y es que el talento temprano para cualquier área de la experiencia humana implica, también, una maldición: la de convertirse en un ángel, en alguien extraordinario, incapaz de mezclarse con la gente común. “Quiero vivir una vida perfecta”, dijo, alguna vez, William James Sidis. “La única manera de lograrlo es a través del aislamiento, de la soledad. Siempre he odiado a las multitudes.” El, más que nadie, podía darse el lujo de decir algo así. Era inimitable, y ese don le servía para autoflagelarse todo el tiempo. El coeficiente de una persona adulta con una inteligencia media es de 90 a 110. Una persona por encima de la media mide de 111 a 120. Una persona dotada (el 6 por ciento de la población mundial) oscila entre 121 y 130. William James Sidis tenía 300. Hay dudas al respecto, debates que a sesenta años de su muerte perduran; pero todo indicaría que fue la persona más inteligente en pasar por la Tierra. ¿Fue el más creativo? ¿Fue el que dejó los inventos más novedosos? ¿Fue el que se destacó en determinada área del conocimiento? No, lamentablemente no. Fue sólo inteligente. Tenía un año y seis meses cuando, de golpe, sin previo aviso, le pidió a su madre que le prestara una hoja de The New York Times y se puso a leerla, en voz alta. A su madre le temblaron las piernas. Se llamaba Sarah, era médica, y su familia había recalado en Nueva York en 1889 huyendo de los pogroms en Rusia. Sarah, cuyo apellido de soltera era Mandelbaun, estudió en la Universidad de Boston y se graduó en la Escuela de Medicina en 1897. Todavía estaba en la facultad cuando conoció a Boris Sidis, médico psiquiatra y filósofo, que publicó muchos libros y artículos, y se destacó principalmente en psicología anormal. El también era inmigrante, había llegado en 1887 a Estados Unidos huyendo de la persecución política en su país de origen, Ucrania. Tenía 17 años cuando se incorporó al ejército ruso; poco después, lo acusaron de “enseñar a los campesinos a leer” y lo metieron en prisión, donde la policía zarista lo interrogó y lo torturó. Los padres de William elaboraron un proyecto un poco demencial: tener un hijo y estimularlo para que fuera un pequeño genio. Fabricar un superdotado Boris y Sarah eran jóvenes y ambiciosos y tenían al destierro como marca de nacimiento. Ambos elaboraron un proyecto un poco demencial: el de tener un hijo y estimularlo convenientemente para que fuera un pequeño genio. No los movía, quiero imaginar, otro deseo que el de darle a su hijo posibilidades infinitas. También el de poner en práctica ciertas teorías pedagógicas que Boris había desarrollado en esos años. Hasta ese momento se consideraba a la inteligencia como algo hereditario, pero Boris creía que era fruto de una estimulación temprana. “Conducimos la mente del niño por canales estrechos atrofiando y deformando su mente hacia la mediocridad. Si el niño se desenvuelve en los rígidos moldes del hogar y la escuela el resultado será una permanente mutilación de su originalidad y genio”, decía. Y aprovechó el nacimiento de su hijo, William, en 1898, para demostrarlo. Sidis entró a la Universidad de Harvard a los 11 años. Boris no era el primero, y tampoco sería el último, en usar a su propia familia como conejillo de Indias: lo que no sabía era que estaba condenando a su hijo a una vida de excentricidad (Raleigh St. Clair, el personaje de Bill Murray en Los excéntricos Tenenbaum, de Wes Anderson, está inspirado en Boris Sidis y en la larga estela de Médicos Que Experimentan Con Niños que dejó tras de sí). Como creía que el contexto en donde se impartían las clases era importante, preparó una de las habitaciones de la casa, la más iluminada y alegre, con fotos en las paredes, un escritorio y una biblioteca que al principio sólo constaba de libros con imágenes y cuentos de hadas. Muchos años después, William recordaba todavía ese cuarto: era un pequeño mundo mágico. El experimento dio sus frutos rápidamente. El pequeño William aprobó el tercer curso de primaria en tres días. Escribió cuatro libros (dos de anatomía y dos de astronomía) entre los 4 y los 8 años. A esa edad hablaba ocho idiomas, los que le habían enseñado y los que lo rodeaban en la entonces comunidad rusa en Nueva York: el latín, el griego, el francés, el ruso, alemán, el hebreo, el turco y el armenio, además del inglés. Fuente: www.clarin.com.ar

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