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HISTORIAS

4 de noviembre de 2021

Laika, la perra que los rusos mandaron al espacio sabiendo que iba a morir

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Estaba condenada de antemano cuando fue lanzada al espacio en el satélite artificial Sputnik 2 y se convirtió en el primer ser viviente en cursar el espacio exterior.

Se dijo que había sobrevivido seis días en órbita y había sido sometida a una eutansia antes de que se quedara sin oxígeno. Pero eran mentiras. Por qué las autoridades -soviéticas primero y rusas después- mantuvieron durante 45 años en secreto las verdaderas causas de su muerte

Ante todo, la verdad: Laika no era comunista. Los perretes están siempre encima de las tan transitorias pasiones humanas. Un perrito busca agua fresca, comida y caricias. Con tan poco se conforma. Así fue desde aquel martes de las cavernas, cuando el primer lobo pensó yo me quedo aquí, en esta cueva y junto a esta gente.

Laika tuvo la desgracia de nacer y crecer, poco, en aquel paraíso comunista que Nikita Khruschev manejaba con mano de hierro, un guante blanco al lado de la de su antecesor, José Stalin.

El 3 de noviembre de 1957, Laika fue lanzada al espacio en el satélite artificial Sputnik 2 y se convirtió en el primer ser viviente en cursar el espacio exterior. Murió en el vuelo, pocas horas después de despegar, y también fue el primer ser viviente en morir en órbita terrestre. Le causó la muerte el sobrecalentamiento de la nave espacial. Durante cuarenta y cinco años, hasta 2002, las autoridades soviéticas primero, y rusas después, mantuvieron en secreto las verdaderas causas de la muerte de la perrita. Mintieron cuando informaron que había sobrevivido seis días en órbita y luego se había quedado sin oxígeno y mintieron luego cuando informaron que la habían sometido a eutanasia antes de que se quedara sin oxígeno.

La verdad es más cruel todavía: en aquella URSS de la Guerra Fría, todos sabían que Laika no iba a sobrevivir al vuelo espacial. La enviaron a la muerte para averiguar si era posible que un ser vivo superara la puesta en órbita y el enigma de la gravedad; para saber, en definitiva, si un hombre podía tripular alguna vez una nave espacial, y cuáles serían sus reacciones ante un vuelo de esas características. El despiadado sacrificio de Laika tendría así un valor científico, contribuiría al progreso de la humanidad. Miren la carita de Laika y pónganla en el otro plato de la balanza.

Para contar la historia de Laika y del Sputnik 2, hay que contar la historia del Sputnik 1. Algo breve. La conquista espacial, la Luna y las estrellas como aspiración y símbolo del progreso humano, eran todas mentiras. La URSS quería espiar a los Estados Unidos de la misma forma que Estados Unidos espiaba a la URSS desde sus bases, instaladas en Turquía y en Afganistán al término de la Segunda Guerra. Desde allí partían los aviones U2, equipados con poderosas cámaras fotográficas, que regresaban con datos vitales sobre instalaciones soviéticas, clima, hidrografía, cosechas, despliegue militar y otras paparruchadas.

El ingeniero Andrei Nikolaievich Tupolev, un poco el padre de la aviación soviética, convenció a Khruschev para que desarrollara una industria espacial que permitiera espiar a Estados Unidos por satélite, dado que la URSS no tenía posibilidad de instalar una base militar vecina a Estados Unidos. Lo intentaría en 1962, en Cuba. Y aquello terminó como terminó.

Fue el espionaje la cuna de la carrera espacial, y no la romántica visión de una conquista estelar, que es la que se vendió al mundo. Así lo reveló Serguei Khruschev, el hijo de Nikita, en su libro, un tanto apologético: Nikita Khruschev and the creation o a Superpower (Nikita Khruschev y la creación de una súper potencia). Serguei, él mismo un ingeniero especializado en el desarrollo de naves y vehículos espaciales, emigró a Estados Unidos en 1991. Murió en Rhode Island, el 18 de junio de 2020, a los 84 años.

El 4 de octubre de 1957, la URSS lanzó el Sputnik 1, el primer satélite artificial de la Tierra. Era un artefacto del tamaño de una pelota playera, cincuenta y ocho centímetros de diámetro, que pesaba ochenta y tres kilos y llevaba encima dos transmisores de radio, cuatro antenas exteriores y una serie de instrumentos capaces de medir temperaturas dentro y fuera de la esfera. Fue un golpe sensacional que paralizó de asombro al mundo. En Washington, para orgullo de los científicos soviéticos y la fiasco de los americanos, la noticia llegó de inmediato a la celebración del Año Geofísico Internacional establecido por la ONU. Cuando le preguntaron a un científico americano qué esperaba hallar Estados Unidos en la Luna, en caso de conquistarla, el tipo, decepcionado, contestó: “Rusos”. Además, Sputnik 1 emitía cada tanto un sonoro, acaso humillante, “bip-bip”¸ audible en equipos de radio, y su luz podía seguirse en el cielo nocturnal de las noches humanas, súbitamente empequeñecidas.

Arrebatado por el éxito, Khruschev ordenó el lanzamiento de un segundo satélite, Sputnik 2, para que estuviese en órbita el 7 de noviembre de ese año, aniversario de la revolución bolchevique de octubre, calendario adaptado. Para cumplir las órdenes del Kremlin, que ni siquiera se discutían, tuvo que construirse una nueva nave porque la que estaba en preparación, no iba a estar lista para el 7 de noviembre. Todo empezó a oler a chambonada. Los ingenieros soviéticos agregaron un nuevo desafío para engrandecer el éxito inicial: enviar un perro al espacio exterior.

Entonces llegó Laika. Era una perra callejera mestiza, algo así entre husky, u otra raza nórdica, y terrier o, como diría Alejandro Casona, “hija de padre desconocido y madre demasiado conocida”. Los soviéticos buscaban perros callejeros, y a Laika la encontraron vagando por Moscú, porque asumían que esos perretes habían aprendido a soportar las condiciones extremas de frío y hambre a las que podían estar sometidos en el espacio. Laika pesaba cinco kilos, tenía cerca de tres años y un nombre previo, “Kudryavka”, que significaba “Rulitos”. Una revista rusa la describió como de un temperamento flemático, porque no se peleaba con otros perros. Menos soviético en su definición fue Vladimir Yazdovsky, que dirigía el programa de perros de prueba para vuelos espaciales que, años después, admitió: “Laika era tranquila y encantadora”.

Junto a Laika fueron entrenados otros dos perros, “Algina” y “Mushka”. Había que adaptarlos al pequeño espacio que les había sido destinado en Sputnik 2. El confinamiento les provocó inquietud, dejaron de orinar y defecar, y los científicos decidieron que lo único que podía mejorarlos era intensificar el entrenamiento. Fueron colocados en centrifugadoras, que simulaban la aceleración del cohete en el momento de su lanzamiento, y se usaron máquinas para simular los ruidos que oirían al inicio de su aventura. Detectaron un aumento en los impulsos cardíacos, se duplicaron, y un alza en la presión arterial. El entrenamiento incluyó la alimentación con un gel de alto valor proteico: su única comida en el espacio. El drama del que no se hablaba, era la certeza de los técnicos y científicos de que el animal elegido no iba a sobrevivir.

Cuando seleccionaron a Laika, Yazdovsky la llevó a su casa para que la perrita jugara con sus hijos. Lo reveló años después, en un libro que relata la historia de la medicina espacial soviética y tal vez para aliviar su conciencia: “Quería hacer algo bueno por ella. Le quedaba tan poco tiempo de vida…”

Laika tuvo su traje espacial. Un arnés que se exhibe hoy en el Museo Memorial de la Cosmonáutica de Moscú. Antes de partir para el cosmódromo de Baikonur, una pequeña cirugía sirvió para conectar los cables que medirían el pulso y la presión arterial de la perrita, ya en el espacio. La colocaron en Sputnik 2 el 31 de octubre de 1957, tres días antes del inicio de la misión espacial. En Baikonur y en esa época, el frío era intenso, así que usaron una manguera conectada a un ventilador para mantener caliente el contenedor del satélite. Finalmente, llegó el día del lanzamiento. Años después, todo se dijo años después, uno de los técnicos que preparó la cápsula para el despegue reveló: “Después que pusimos a Laika en el contenedor, y antes de cerrar la escotilla, le besamos la nariz y le deseamos buen viaje, aunque sabíamos que no iba a sobrevivir”.

Las últimas fotos de Laika viva la muestran en su arnés, de pie, las orejitas alzadas, alerta, segura de su destino; o ya acostada con esa especie de sonrisa ladina y tierna. Ya van a ver cuando vuelva.

 

 

 

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