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SOCIEDAD

24 de septiembre de 2021

“Nos usan políticamente.”

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Afectados por la falta de trabajo y la pérdida de poder adquisitivo, el humor social de sus habitantes oscila entre el descontento y la indiferencia hacia la clase política

Tienen voz, además de voto. Y cuando se hace oír, esa voz habla del hartazgo que les provoca el clientelismo, de las dificultades para llegar a fin de mes, de los problemas que les acarrea la falta de agua y cloacas, de comedores y merenderos que parecen haber llegado para quedarse, y de lo difícil que está resultando recuperarse después del tsunami pandémico de 2020.

 

Los habitantes de los barrios populares tocan temas incómodos para la clase dirigente. ¿Alguien los escucha?, fue la pregunta que quedó flotando en el aire después del fracaso electoral del Gobierno en las PASO. LA NACION recorrió algunos de esos barrios y conversó con sus habitantes, para conocer de primera mano cuáles son sus principales problemas y cuán eficiente es la presencia del Estado allí donde la recuperación social es más lenta.

 

Antes del mediodía, el movimiento es incesante dentro del Barrio Ricciardelli –ex villa 1-11-14–, un conglomerado de calles y pasillos completamente colapsado, que habitan unas 70.000 personas. En su interior, los locales de ropa, los supermercados y las casas de cotillón conviven con puestos de venta más precarios. Una persona en situación de calle dispone en la vereda ropa y zapatos para vender. En una valija vieja, ofrece decenas de paquetes de polenta. No quiere fotos.

Durante la recorrida, nadie quiere hablar concretamente de su voto en las PASO, pero hay quienes se animan a estimar que la simpatía por Cambiemos y por el Frente de Todos es repartida. De todas formas, se lee mucho escepticismo y descontento hacia la clase política. No se animan a decirlo abiertamente por temor a represalias, pero varios de los vecinos con los que conversó LA NACION -que no quisieron dar sus nombres- aseguran que el pago de cápitas mensuales a punteros es una práctica frecuente en el barrio, como una contraprestación hacia aquel que les consiguió cobrar un plan que, en muchos casos, no les correspondía. Hay otra forma de retribuir también muy popular: el compromiso de asistir a marchas cada vez que sean convocados.

 

“Es muy triste ver esto, porque después las pibas no quieren trabajar ni estudiar porque tienen plata. No entiendo cómo el Estado no chequea bien los datos”, se lamenta una vecina.

Rocío Mazuelos Huaman, sí acepta hablar con LA NACION. Dice que no tiene miedo, que todo lo que tiene para decir, ya se lo ha dicho a cuanto político se cruzó en su camino. “A los habitantes de los barrios nos usan políticamente. El año pasado, cuando fue el pico de contagios de Covid, venían los medios y los políticos estaban, pero cuando el tema pasó de moda, todos se olvidaron. Este uso también lo podés ver en el reparto de mercadería, que no fue equitativo. Los conocidos de los que repartían siempre recibieron más. Y según si repartía Nación, Ciudad o determinada agrupación política, la caja te venía con más o menos alimentos”, se queja.

 

“Con mi esposo nos vinimos de Perú en los noventa, huyendo del terrorismo. Allí éramos militares los dos y sufríamos persecuciones. Acá hice de todo, aunque más que nada me dediqué al trabajo doméstico. Pero ahí donde antes iba tres veces por semana, ahora, por el miedo al contagio me piden que vaya una”, agrega la mujer, madre de dos hijos.

Rocío es delegada del barrio y ofrece la cena a alrededor de 500 personas. Su comedor es parte de una red más amplia, organizada y abastecida por la Iglesia Santa María Madre del Pueblo, como una manera de descentralizar el servicio y evitar aglomeraciones en un solo lugar. Según Juan Isasmendi, el sacerdote que está al frente de la parroquia, mientras antes de la pandemia concurrían 250 personas a pedir un plato de comida, hoy son unas 1500.

“Viene mucha gente que nunca en su vida había pisado un comedor. Ahora la cantidad bajó un poco, pero tampoco tanto. Viene gente mayor y también personas que no pudieron volver a trabajar. Acá la gente vive al día, no tiene capacidad de ahorro. Y la mayoría se agarró Covid el año pasado. De los que quedaron con secuelas, no todos pudieron recuperar sus trabajos, en muchos casos por cuestiones de salud”, agrega Rocío.

 

“El Estado se quedó en la virtualidad”

La parroquia Santa María Madre del Pueblo es la columna vertebral de otros espacios que funcionan a su alrededor y que dependen de ella, como un comedor, un club, espacios de esparcimiento para niños y adolescentes, y salas en donde se brinda asistencia de todo tipo. Ubicada sobre la avenida Perito Moreno, a pocos metros de la cancha de San Lorenzo, es, quizás, la puerta de entrada más amigable al barrio. La presencia de personal de Gendarmería en el lugar preanuncia que estamos ingresando en una zona difícil, no apta para el periodismo y las cámaras en algunos de sus sectores.

En un pequeño despacho, ubicado entre el comedor y la iglesia, trabaja el padre Juan, como todos lo conocen. En los cuatro años que lleva allí, Isasmendi asegura que ha venido observando un proceso de deterioro social en la vida concreta de quienes viven allí. Y que ese deterioro va generando una fragilidad que lo preocupa. “A partir de la pandemia el Estado se quedó en la virtualidad, pero la gente sencilla no habita la virtualidad. Esto los convierte en ciudadanos de segunda a la hora de ejercer ciertos derechos, como pedir el DNI”, se lamenta el párroco.

 

A su entender, en el barrio falta una presencia eficaz e inteligente del Estado. “No puede ser que el Renaper o la ANSES no tengan presencia aquí. Tampoco hay una política habitacional concreta. Falta un acompañamiento adecuado para la tercera edad. Hay poco trabajo: mucha gente no tiene trabajo y no sabe en dónde pedirlo ni cómo pedirlo”, agrega Isasmendi.

No muy lejos de donde se ubica Rocío, Yoli vive con sus cinco hijos. Dos están en la secundaria, dos en la primaria y el quinto está exceptuado por problemas de salud. “El año pasado fue muy difícil que hicieran las tareas porque teníamos solo un celular para todos, incluido para mí. Fui a hablar a la escuela y nos prestaron una computadora, pero no tenemos wifi, así que los más grandes se iban a la salita o a la parroquia para pescar señal. Fue muy duro todo…”, recuerda la mujer que, junto a Carmen, una vecina, también maneja un merendero: “El merendero de Guadalupe”.

“Este barrio tiene mucha población migrante. No sé si es por eso o porque estamos en una zona más periférica, acá no ves el desembolso de recursos que hay en otros barrios”, agrega Yoli mientras, acto seguido, sugiere guardar cámaras y celulares en una zona poco segura. En algunos tramos apura el paso, inquieta. “Acá se respeta bastante eso de que si sos de acá, no te pasa nada, pero nunca se sabe”, explica.

 

Trabajar más para vivir como siempre

A varios kilómetros de allí, uno de los hijos de Sonia Ovelar, apura la echada de cemento por temor a que la lluvia le arruine los planes. Estamos en San Martín, uno de los distritos en los que, contra todos los pronósticos, el Frente de Todos no logró imponerse en las PASO. El barrio se llama Costa del Lago, pero nada en su fisonomía le hace justicia al nombre. No sólo no hay lago, sino que sus costas no son nada idílicas, porque se asientan como pueden sobre terrenos parcialmente ganados a los basurales. Está ubicado relativamente cerca del predio del Ceamse, entre distritos como Loma Hermosa y José León Suárez.

A Sonia, de 46 años, le hubiera gustado ser contadora. Llegó hasta cuarto año del secundario y no pudo continuar. Crió a seis chicos que van entre los 23 y los 13 años. Cuenta que es jefa de familia y que su gran orgullo es estar logrando que sus hijos estudien.

“Me deslomo trabajando con la costura. Si tengo que trabajar hasta las doce de la noche, lo hago. Si tengo que hacerlo hasta las seis de la mañana, lo hago. Esto fue con este gobierno y con los anteriores, nunca nadie hizo algo que me cambiara la vida, siempre dependí de mi trabajo. Pero en los últimos años tengo que trabajar cada vez más para vivir igual, porque la plata alcanza cada vez menos. En la escuela de los más chicos me dan mercadería, pero la carne y la verdura las tenés que comprar y los precios están por las nubes. Lo mismo con los artículos de limpieza”, se lamenta.

 

Llegó al barrio hace doce años y pudo comprarse un terreno. “Tenemos agua potable pero cloacas todavía no. Ahora están llegando. Estamos pagando todos los meses para que hagan la tirada de caños. La conexión corre por nuestra cuenta, así que ya compramos los materiales”, explica.

A pocas cuadras vive María, una mujer de 54 años que crió 8 hijos. Durante la semana, trabaja en Pequeños Pasos, una organización ubicada en Loma Hermosa, que asiste a familias que están en riesgo social en diferentes dimensiones: Educación, Salud, Nutrición, Trabajo e Integración Social. En su sede funciona un jardín de infantes. “Yo suelo estar en la sala de bebés, donde ves de todo. Hay bebés que llegan bien nutridos pero otros no tanto”, reconoce la mujer.

Los sábados, o cuando consigue donaciones, María organiza un merendero en su casa. “Tenemos un grupo de Whatsapp en el barrio, así que yo pongo y los chicos vienen. Se nota que el trabajo empezó a reactivarse, pero el problema es el de siempre: con quién dejar a los chicos. Así que los nenes vienen solitos muchas veces. También ves a hermanitos mayores de diez o doce años, que quedan al cuidado de los más chicos, a veces de meses”, se lamenta.

 

Algo de eso le ocurre a María, una joven de 25 años con tres hijos de 2,3 y 4 años. “Hoy ni puedo pensar en trabajar y menos estudiar, porque tengo que ocuparme de mis hijos. Cuando tengo que salir, tengo que pagarle a alguien para que los cuide y no tengo plata”, reconoce la mujer, que recibe un subsidio de 14.000 pesos y se las rebusca como puede con los cien pesos diarios que recibe por retirar a un nene del jardín y llevarlo a su casa. Su casilla es íntegramente de chapa y no tiene puerta. Está ubicada en una parte ascendente del barrio, en un terreno no muy bien asentado, justo en la orilla de un hoyo que funciona como basural. No tiene baño ni agua. “Tengo que tener cuidado con los chicos y las ratas”, reconoce.

Hace dos años, después de una lluvia fuerte, a María comenzó a desmoronársele la casilla en la que vive con sus hijos y su pareja, quien hace changas de albañilería y está indocumentado. “Cuando pasó eso nos fuimos un tiempo. Alquilamos por unos meses con mi pareja en otro lado. Pero la plata no nos alcanzaba, así que tuvimos que volver”, explica. Y agrega que, como pueden, están viendo de construir un poco más adelante. “Esperamos poder terminar el año que viene”, finaliza.

Muchos de los chicos del barrio asistieron o asisten a Pequeños Pasos, que también brinda talleres. “Nuestro trabajo alcanza actualmente a unos trescientos chicos procedentes de familias que se encuentran en diferentes situaciones socioeconómicas. Pero los más vulnerables, los que más nos necesitan, no llegan, tenés que ir a buscarlos”, explica Vanesa Pérez, directora de Infancia, Niñez y Adolescencia de la institución, quien agrega que, desde hace seis meses, el lugar funciona sin apoyo estatal por falta de pago.

 

“Estamos sosteniendo lo que hacemos con mucho esfuerzo porque las familias que llegan aquí cargan historias marcadas por el abandono estatal. Nosotros no los podemos abandonar también porque, además, hay mucho por hacer. Va a costar mucho volver al estadío previo a la pandemia, que ya de por sí era crítico”, agrega Pérez, docente de profesión.

La mujer asegura que, en barrios periféricos con los que trabajan, como Costa del Lago, la presencia estatal ha sido intermitente durante el año último. “El año 2020 fue durísimo, por ejemplo, en términos educativos. Eso de que ‘Los pobres no tienen para comer, pero tienen celular’ es un mito, no es real. Y hacer tareas por Whatsapp es dificilísimo. El daño que hizo la pandemia fue muy grande -concluye-, pero todavía hoy no se ven acciones del Estado bien articuladas, que busquen recuperar el terreno perdido”.

 

 

 

 

 

 

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