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SOCIEDAD

21 de noviembre de 2020

Balas, morteros y tanques: la brutal destrucción de tres casas ocupadas por Montoneros y los increíbles escondites que hallaron

Entre el 22 y el 24 de noviembre de 1976, fuerzas conjuntas del Ejército y la Policía Bonaerense desbarataron una serie de casas de La Plata que servían de base a Montoneros.

 En la última de ellas fue vista por última vez Clara Anahí, la nieta de tres meses de Chicha Mariani, la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo que murió sin haberla encontrado

Faltan cinco minutos para la una y media de la tarde del 24 de noviembre de 1976 cuando la orden, amplificada por un megáfono, resuena en la calle 30 entre 55 y 56 de la ciudad de La Plata. El grito está dirigido a los ocupantes de la casa identificada con el número 1135, donde Diana Teruggi y otros cuatro militantes de Montoneros están almorzando. A un costado de la mesa, en un cochecito está Clara Anahí, la hija de apenas tres meses de Diana y su marido, Daniel Mariani, que un rato antes ha salido de la casa para ir a trabajar a Buenos Aires.

Lejos de salir con las manos en altos, Diana, Juan Carlos Peiris, Daniel Mendiburu Eliçabe, Roberto Porfidio y Alberto Bossio toman las armas de que disponen, dispuestos a resistir.

No imaginan la magnitud del operativo que está montado afuera. Cuatro cuadras del barrio han sido cortadas y allí se despliegan unos doscientos efectivos de distintas unidades: el Regimiento 7 de Infantería, la X Brigada de Infantería, la Comisaría 5ª, la Regional IV, la División de Investigaciones, el Cuerpo de Infantería Motorizada, el Comando de Operaciones Tácticas de la Policía Bonaerense (COT), la Gendarmería e incluso hombres del Cuerpo de Bomberos, armados con morteros, explosivos, ametralladoras y bombas de fósforo, con el apoyo de tanquetas y helicópteros.

Desde la esquina de 30 y 55, a cubierto del fuego que se va a desatar, el general Guillermo Suárez Mason, jefe del Cuerpo I del Ejército; el coronel Ramón Camps, jefe de la Bonaerense, y su segundo, el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, supervisan el operativo. Saben por información obtenida mediante torturas que dentro de la casa, en una habitación oculta, funciona la imprenta donde se imprime “Evita Montonera” y otros materiales de difusión de Montoneros.

Un minuto después se desata el infierno.

Cuatro días antes

El 20 de noviembre de 1976, Guillermo Marcos García Cano, de 33 años, camina por la calle. En un rato deberá ir a buscar a su hija Carolina, de 11 años, a la casa de una amiga. No llegará. Lo interceptan hombres de civil, lo golpean y lo suben a un auto sin identificación que sale raudo con rumbo desconocido.

Desde el golpe del 24 de marzo, La Plata se había convertido en uno de los centros neurálgicos de la represión ilegal de la dictadura, pero en noviembre la ciudad ya era un coto de casa. En los primeros veinte días habían sido secuestradas más de doscientas personas. Desde el momento mismo de su secuestro empezaban a ser torturadas en diferentes Centros Clandestinos de Detención.

Algunas luego “reaparecían” a los pocos días como “muertos en enfrentamientos” y la mayoría eran enterrados en el Cementerio de La Plata como NN. Otros no volvían a aparecer.


A García Cano, sus compañeros de Montoneros lo llamaban “El Ingeniero”, por su destreza para idear y construir “embutes” o “berretines” casi inhallables, en los que se podían ocultar armas y materiales, e incluso montar una imprenta como la que había diseñado y construido en la casa de la calle 30.

En un galpón donde para una mirada curiosa funcionaba una fabrica familiar de conservas de conejo, “El Ingeniero” había “adelantado” la medianera, detrás de la cual había un estrecho local donde funcionaba la imprenta clandestina, a la que se accedía por un pequeño vano ubicado bajo una mesada de trabajo dispuesta contra una de las medianeras. Allí había una compuerta que se deslizaba sobre rieles cuando se la activaba mediante un mecanismo electromecánico que se ponían en funcionamiento uniendo dos cables pelados que parecían dejados ahí por descuido. La ventilación se lograba por un conducto subterráneo que se conectaba con la chimenea de una parrilla adosada al galpón.

El de la calle 30 era uno de los tres “embutes” construidos en casas de La Plata por “El Ingeniero”.

Infierno en la calle 30

Además de la imprenta, en la casa de la calle 30 hay armas. No sólo las asignadas para su defensa sino también otras, que provienen de otra casa operativa de La Plata que podía haber sido identificada por los militares.

A las 13.25 del 24 de noviembre, con las armas en la mano, Diana y sus compañeros se despliegan dentro de la casa para impedir el ingreso de las tropas. Es un enfrentamiento desigual. Desde afuera, las ráfagas de ametralladora ingresan por las ventanas y las balas se incrustan en las paredes, destrozan muebles, voltean cuadros.

Será así durante las dos horas y media siguientes.


El 22 de noviembre, alrededor de las seis de la mañana, un importante despliegue de tropas despierta a los vecinos de la calle 63 entre 15 y 16. A mitad de cuadra hay una casa como cualquier otra, donde viven Adolfo Berardi y Marisa Gau, embarazada de casi nueve meses, y el pequeño hijo del matrimonio, Nicolás.

Es una de las tres casas donde “El Ingeniero” ha construido “embutes”. En este caso, esta al fondo del patio, dentro de una habitación con techo de chapas de fibrocemento. Es una caja metálica subterránea de 1,20 x 1,20 m de lado y 1,00 m de profundidad donde se guardan ficheros: cuatro secciones de archivo y un compartimiento para ocultar máquinas plastificadoras, rotuladoras y sellos de goma que se utilizan para falsificar documentos de identidad y carnets destinados a los militantes que están en la clandestinidad.

La entrada al ‘embute’ se abre mediante un mecanismo que se acciona inyectando aire a través de un orificio en la pared del lavadero pegado a la habitación.

Con la cuadra entera cerrada y las tropas en posición de combate, se les ordena que salgan con las manos en alto. Adolfo envuelve a Nicolás con un colchón y lo pasa hacia la casa de un vecino por la pared medianera. Ni él ni su mujer piensan en entregarse. Media hora después están los dos muertos.

“Tengo la hipótesis que, aunque para esa época los militantes montoneros tenían la pastilla de cianuro sabían que no era buena, que podía fallar, que no les daba la garantía de morirse, Por otro lado, sabían lo que les pasaría si se entregaban. Entonces decidían morir peleando”, dice Ernesto Valverde, autor de LOMJE. Libres o Muertos, Jamás Esclavos, un libro que reconstruye la historia de las casas montoneras de La Plata y de los militantes que vivían en ellas.


A las cuatro de la tarde del 24 de noviembre, los montoneros de la casa de la calle 30 siguen resistiendo. Las balas rebotan contra la puerta blindada del garaje mientras el resto de la edificación parece un colador y no quedan vidrios sanos en las ventanas, pero los ocupantes de la casa siguen manteniendo a raya a las tropas.

El coronel Ramón Camps ordena disparar un mortero contra el frente. El proyectil abre un boquete en la pared y sigue su recorrido atravesando también la pared que va del comedor al dormitorio y termina incrustado en el muro del baño.

Después de eso, el jefe de la Policía Bonaerense envía a tres soldados conscriptos como avanzada para entrar a la casa. Uno cae muerto y los otros dos quedan heridos. Es imposible saber si por los disparos de los montoneros o por “fuego amigo”.

Los ocupantes de la casa de la calle 30 siguen resistiendo, aunque ahora su p

Dos días antes, a mediodía

Pocas horas después de la caída de la casa de la calle 63, otro operativo militar se despliega en el barrio de Gambier, en las afueras de La Plata. El objetivo ahora es una casa ubicada en la calle 139, entre 47 y 49, donde también hay un “embute” diseñado por “El Ingeniero”.

“Allí también había un ‘embute’, parecido al de la casa de 63, pero que se utilizaba para guardar armas”, explica Valderde.

En la casa de 139 viven María Graciela Toncovich, su compañero Miguel Tierno y su hijita María del Cielo. También se refugia allí Elida D’Ippolito – “La Negra Amalia”, responsable de la Regional Sur de Montoneros - con su hija Laurita. Un mes antes su marido, Roberto Pampillo, había sido asesinado junto a Miguel Orlando Galván Lahoz durante ataque de diez horas a un departamento de calle 58 entre 7 y 8, en pleno centro platense.

Cuando las tropas llegan a la casa de 139 también están allí Enrique Desimone, Roald Montes y Mirta Diturbide, todos ellos integrantes de la conducción regional de Montoneros. Había entrado la noche anterior para hacer una reunión.

Desparramando balas y explosivos, cien efectivos desataron el ataque cerca del mediodía. Según los vecinos, “fue tan salvaje que comenzaron a tirar sobre casas equivocadas llenando de disparos los frentes”.

“Estoy convencido de que la misma gente que hizo el operativo de la calle 63 después se trasladó a 139. Fueron operativos muy similares, donde hubo resistencia. No quisieron saber nada con entregarse”, sostiene Valverde.

A los hombres de Camps y Etchecolatz les faltaba sólo una casa y demoraron 48 horas más en encontrarla.


A las cinco de la tarde del 24 de noviembre ya casi no hay resistencia desde el interior de la casa. Con tres de sus compañeros muertos, Diana Teruggi trata de escapar por el patio con Clara Anahí, su hija de tres meses, en brazos.

Se escucha un grito:

-¡Tirale negro, que no se nos escape, dale, rajala al medio!

Diana cae. Un rato más tarde uno de los participantes del operativo sale de la casa con un bulto envuelto en una manta, sube a un auto y se aleja. Será la última vez que alguien vea a Clara Anahí Mariani.

Minutos después sacan a otro hombre, herido, con las manos en alto.

El ataque a la última casa montonera ha terminado.


Un mes después de su secuestro, Guillermo García Cano se comunicó por teléfono con sus padres, y para Navidad sus secuestradores le permitieron participar de un almuerzo en la casa paterna, donde sus tres hijas lo esperaron junto a sus abuelos.

Llegó rodeado de hombres de civil, que se quedaron a almorzar con ellos. Sus hijas lo vieron golpeado, muy flaco, con un diente roto.

Más tarde pudo reconstruirse que estuvo secuestrado en el Centro Clandestino de Detención y Tortura conocido como “La Cacha” (“Estás en la Cacha, por Cachavacha, la bruja que desaparece a la gente”, era la frase con que los represores recibían a los detenidos que llegaban allí) y más tarde en la Brigada de Investigaciones de la Policía Bonaerense, donde su familia pudo volver a verlo.

Cada tanto enviaba cartas a sus hijas. En una de ellas, del 30 de abril de 1977, les contaba que lo habían cambiado nuevamente de lugar de detención. En agosto les avisó a sus padres que le permitirían salir del país, y en noviembre les pidió que le prepararan una valija con ropa y que reunieran 8.000 dólares para empezar otra vez cuando lo dejaran irse a Uruguay. Sus padres reunieron la suma requerida y la entregaron junto con la valija.

Después de eso nadie supo más de él. Guillermo García Cano sigue desaparecido.

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